Relato "Invitaciones superfluas", de Dino Buzzati.
"Quisiera que vinieras a mi casa una
noche de invierno y que, abrazados tras los cristales, mirando la soledad de
las calles oscuras y heladas, recordásemos los inviernos de los cuentos, donde
vivimos juntos sin saberlo. Tú y yo recorrimos con pasos tímidos los mismos
senderos encantados, juntos caminamos a través de los bosques llenos de lobos,
y los mismos genios nos espiaban desde los matojos de musgo suspendidos en las
torres, entre el revoloteo de los cuervos. Juntos, sin saberlo, desde allí
miramos acaso hacia la vida misteriosa que nos esperaba. Allí palpitaron en
nosotros por primera vez alocados y tiernos deseos. “¿Te acuerdas?”, nos
diríamos el uno al otro, estrechándonos suavemente en la cálida estancia, y tú
me sonreirías confiada mientras fuera sonarían tétricamente las chapas de metal
sacudidas por el viento.
Pero tú -ahora me acuerdo- no
conoces los cuentos antiguos de los reyes sin nombre, de los ogros y los
jardines embrujados. Nunca pasaste, arrobada, bajo los árboles mágicos que
hablan con voz humana, ni llamaste a la puerta del castillo desierto, ni
caminaste de noche hacia la luz lejana, ni te quedaste dormida bajo las
estrellas de Oriente, acunada por el balanceo de una barca sagrada. En esa
noche de invierno, probablemente permaneceríamos mudos tras los cristales, yo
perdiéndome en los cuentos de otras épocas, tú en otros cuidados para mí
desconocidos. Yo te preguntaría “¿Te acuerdas?”, pero tú no te acordarías.
Quisiera pasear contigo un día de primavera,
bajo un cielo de color gris, con algunas hojas muertas del año anterior
arrastradas por el viento, por las calles de un barrio de las afueras; y que
fuera domingo. En esos suburbios surgen a menudo pensamientos melancólicos y
grandes, y a determinadas horas vaga la poesía, uniendo los corazones de los
que se aman. Nacen además esperanzas imposibles de expresar, propiciadas por
los ilimitados horizontes que hay más allá de las casas, por los trenes que
huyen, por las nubes del septentrión. Nos cogeríamos simplemente de la mano y
caminaríamos a paso ligero, hablando de cosas insensatas, estúpidas y tiernas.
Hasta que se encendieran las farolas y de las miserables casas de la vecindad
rezumaran las historias siniestras de las ciudades, las aventuras, los
anhelados romances. Y entonces permaneceríamos en silencio, siempre cogidos de
la mano, porque nuestras almas se comunicarían sin necesidad de palabras.
Pero tú -ahora me acuerdo- nunca me
dijiste cosas insensatas, estúpidas y tiernas. Ni puedes por lo tanto amar esos
domingos de los que hablo, ni tu alma sabría hablar a la mía en silencio, ni
reconocerías en el momento exacto el encanto de las ciudades ni las esperanzas
que descienden del septentrión. Tú prefieres las luces, la muchedumbre, los hombres
que te miran, las calles donde dicen que se puede encontrar la fortuna. Tú eres
diferente a mí, y si vinieras ese día a pasear, te quejarías de que estás
cansada; sólo eso, nada más.
Querría
también ir contigo en verano a un valle solitario, sin cesar de reír por las
cosas más simples, a explorar los secretos de los bosques, de los caminos
blancos, de algunas casas abandonadas. Pararnos en un puente de madera a mirar
el agua que pasa, escuchar en los postes del telégrafo esa larga historia sin
fin que viene de un extremo del mundo y nadie sabe hasta dónde llegará. Y coger
las flores de los prados y, tumbados en la hierba, en el silencio soleado,
contemplar los abismos del cielo, las blancas nubecillas que pasan y las cimas
de las montañas. Tú dirías “¡Qué bonito!”. Y no añadirías nada más porque
seríamos felices; nuestros cuerpos habrían perdido el peso de los años y
nuestras almas habrían recuperado su frescor, como si acabaran de nacer en ese
momento.
Pero tú -ahora que lo pienso- me
temo que mirarías a tu alrededor sin entender, y te detendrías preocupada a
examinar una de tus medias, me pedirías otro cigarrillo, impaciente por volver.
Y no dirías “¡Qué bonito!”, sino otras nimiedades sin ningún interés para mí.
Porque por desgracia eres así. Y no seremos felices ni siquiera un instante.
Querría también -déjame decírtelo-
atravesar contigo del brazo las grandes avenidas de la ciudad un atardecer de
noviembre, cuando el cielo es puro cristal. Cuando los fantasmas de la vida
corren sobre las cúpulas y rozan a la gente oscura que bulle en el fondo de
esos fosos que parecen las calles, ya rebosantes de inquietudes. Cuando
recuerdos de épocas felices y nuevos presagios pasan sobre la tierra dejando
tras de sí una especie de música. Con la cándida arrogancia de los niños
miraremos las caras de los demás, miles y miles, que pasarán a nuestro lado
como ríos. Despediremos sin saberlo un alegre resplandor y todos se verán
obligados a mirarnos, no por envidia ni animadversión, sino esbozando una
sonrisa, con un sentimiento de bondad, gracias a la noche, que cura las
debilidades humanas.
Pero tú -lo sé muy bien- en lugar de
mirar el cielo de cristal y las altas columnatas acariciadas por el último sol,
querrás pararte a mirar los escaparates, los oros, las riquezas, las sedas,
todas esas cosas mezquinas. Y no percibirás por tanto los fantasmas ni los
presentimientos que pasan, ni te sentirás llamada como yo a un alto destino. Ni
oirás esa especie de música, ni comprenderás por qué la gente nos mira con
buenos ojos. Pensarás en tu pobre mañana y las estatuas doradas de las agujas
alzarán en vano sobre ti sus espadas hacia los últimos rayos de sol. Y yo
estaré solo.
Es inútil. Quizá todas estas cosas sean
tonterías y tú seas mejor que yo, al no pretender tanto de la vida. Quizá
tengas tú razón y sea una estupidez intentarlo. Pero eso sí, al menos querría
volver a verte. Pase lo que pase, estaremos juntos y encontraremos la
felicidad. No importa que sea de día o de noche, verano u otoño, en un país
desconocido, en una casa desnuda o en un sórdido hostal. Me bastará con tenerte
cerca. No me quedaré escuchando -te lo prometo- los crujidos misteriosos del
techo ni miraré las nubes ni haré caso de las músicas ni del viento. Renunciaré
a esas cosas inútiles que, sin embargo, amo. Tendré paciencia cuando no
entiendas lo que digo, cuando hables de cosas ajenas a mí, cuando te quejes de
los vestidos viejos y de la falta de dinero. Entre nosotros no habrá eso que
llaman poesía, ni esperanzas compartidas, ni tampoco tristezas, esos grandes
cómplices del amor. Pero te tendré cerca. Y conseguiremos, ya lo verás, ser
bastante felices, con mucha sencillez, solos los dos, un hombre y una mujer,
como sucede en todas las partes del mundo.
Pero tú -ahora lo pienso- estás demasiado lejos, a
cientos y cientos de kilómetros difíciles de salvar. Tú estás dentro de una
vida que desconozco, y a tu lado hay otros hombres, a los que probablemente
sonríes, como a mí en otros tiempos. Has tardado muy poco en olvidarme. Es
posible que no logres siquiera recordar mi nombre. Yo ya he salido de ti,
confundido entre las innumerables sombras. Y, sin embargo, no hago más que
pensar en ti, y me gusta decirte todas estas cosas."
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